Librerías (Cuento)

Entramos a una de esas librerías de la calle 21, esperando enamorarnos de cualquier libro entre los estantes, e ignorando aquello que buscábamos. Nuestra diferencia de gustos no truncó nuestro interés común por alguno de los libros que de pronto llamara la atención; bien sea porque fuese ella quien lo descubriera o yo, en una bella lotería de títulos y reseñas. A veces nos separábamos entre los estrechísimos pasillos plagados de libros, en un hermoso laberinto construido por estas columnas de colores, con nombres que resaltaban desde Jim Morrison, Tomás Carrasquilla...  Julio Verne, la Alicia que odiaba a las matemáticas, hasta los ilegibles rusos, los clásicos, y la sección de política, derecho,  superación y  esoterismo que evitábamos.
De pronto recordé cuando me lanzaba a hurtadillas entre la biblioteca de mi abuelo justo después de que dejara el estudio en las noches antes de encerrarse en su cuarto a dormir. Podía pasarme horas leyendo solo los títulos de su colección.
"Hay que venir con más tiempo" me incorporé yo, mientras ella asentía. Que pese a contar con suficiente tiempo la noción nos engañaba de vez en cuando, junto a las discretas voces de otros compradores entusiastas que llegaban preguntando por títulos específicos de autores famosos y otros no tanto. Más tarde esto pudo sorprenderme, pues dadas las incontables distracciones de la época la gente aún acudía a estos olvidados recovecos enmarañados de páginas y polillas.
Ya fuera por nuestra descarada forma de pasearnos por el lugar como por la tardanza en encontrarnos con algún libro, o más bien, para comprar cualquier cosa, detectamos la urgencia del dueño azorándonos con su mirada desconfiada, disimulando con su presencia entre los resquicios, tomando libros sin repararlos como en una persecución de esa pareja de extraños en su tienda. "¿Pero qué mierda?" pensé. Percatándome entonces por lo incómodo de la situación, mientras me cruzaba con el dueño le pregunté para romper el hielo si tenía libros en descuento. "No tengo". Respondió secamente. Ya desencantados de lo que comenzara como un lindo ejercicio sin planear, terminamos por dejar el lugar tímidamente, amedrentados por el rostro de desaprobación del dueño.
Al final del día entramos en otra librería, mucho más espaciosa aunque carente de la magia de la primera, con libros en descuento exhibidos en la entrada cual tienda de ropa interior.  Su dueño, más jovial, nos reconoció por una visita anterior y logramos tomarnos el tiempo para comprar siete libros... Y más baratos. Fue una buena compra.


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